Se habían encontrado en la barra de un bar,
cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al
principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis; luego, de temas
varios, y no siempre racionalmente encadenados. Al parecer, el flaco era
escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato,
el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba
el sencillo privilegio de poder escribir.
-No crea que es algo tan estupendo -dijo el
Flaco-, también hay momentos de profundo desamparo en
los que se llega a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura;
probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho,
junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor
amigo y le dije: Mira, esto no sirve, pero
comprenderás que para mí es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un
favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar, y me lo
juró.
El señor cualquiera quedó muy impresionado
ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras
un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
-Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato
que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto
Chávez, viajante de comercio -y le tendió la mano.
-Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con
sus dedos huesudos-, Franz Kafka, para servirle.