En un principio, cuando conocí a
quien hoy día es mi mujer, nos fundió la pasión por la literatura, y de
forma puntual, la narrativa del autor de “El Viejo y El Mar”. Después
disfrutamos del tiempo de cortejo y al transcurrir pocas lunas azules éramos el uno del otro.
El regodeo de saber que habíamos
acertado para siempre resultaba enternecedor. Psique y atracción animal,
engrasadas exactas. Haciendo el amor, abrasivos, flirteando con la
adicción mutua.
Y una de esas noches de vesubiana
brega carnal en nuestro tálamo -mitad serrallo, mitad sacristía-
llegando al punto en que los mil cristales se rompen, y aún
traspasándolo por el puente de la albahaca, ocurrió algo, pues
se fue la luz, tembló el suelo y el edificio se agitó en un suspiro,
dando un suave brinco la cama bajo nosotros, comatosos de placer.
Entonces impepinablemente sonreímos, al recordar tras varios años a
Ernest Hemingway, premonitorio, aseverando que el orgasmo perfecto
cosquillea La Tierra.
-El hipocentro en Hemingway