El Señor Featherton finalizó de escribir el informe con los datos forenses y lo guardó en su maletín negro, aún con la información dando vueltas en su cabeza: deceso entre las 23 y las 24 horas, apuñalado, sin rastro alguno del homicida, todos los objetos de valor y las joyas en su respectivo lugar, y la cerradura sin forzar. Todo coincidía con los cuatro crímenes sucedidos en los últimos días. Lo que llamaba poderosamente su atención era que las cinco víctimas, una por día, eran vecinos suyos, y el primer asesinato había tenido lugar en la primera casa de la esquina, el segundo en la de al lado, y así sucesivamente hasta llegar al quinto, el Señor Lipton, que yacía inmóvil ante sus ojos, aún con su bata azul de dormir y junto a la taza de un Earl Grey ahora tan frío como su piel.
Si el asesino continuaba con su modalidad, el sábado aparecería muerta la Señora Gibbs, y el domingo él mismo, Featherton. Todos suponían que, al estar Gibbs bajo la custodia del sagaz Featherton, el asesino no volvería, pero estaban muy equivocados: el domingo por la mañana la policía ingresó al domicilio de la señora y la encontraron apuñalada junto al cuerpo inerte del detective, que no se encontraba muerto sino desmayado, con un golpe en la cabeza. No recordaba nada de lo sucedido, lo cual lo enfureció. Probablemente el asesino había entrado al domicilio, había hecho desvanecer a Featherton con una contusión en la nuca y le había quitado la vida a la anciana Gibbs. Pero, ¿cómo había ingresado a la vivienda sin que él lo viese? La ventana del baño del primer piso estaba abierta, era la única opción viable. Si tan sólo pudiese encontrar alguna huella, un cabello, una gota de sangre… Pero no, el criminal era cuidadoso, minucioso, perfeccionista. Ni una sola mota de polvo que pudiese conducirlo a él. Y no sentía miedo por ser la potencial víctima de esa noche. Al contrario, sentía frustración por no haber podido descubrirlo, pero sobre todo ansiedad por tener cara a cara al único homicida que lo había burlado en sus treinta años de carrera.
Organizaron una custodia para esa noche en su casa. Discreta, pero probablemente acertada. Un francotirador, apostado en las penumbras de la terraza del edificio de enfrente, no permitiría el ingreso de ningún individuo no deseable a la vivienda. Greene, el otro detective del departamento de policía, montaba guardia desde el interior, y no se movería del lado de Featherton.
Llegó la medianoche y el Big Ben dio sus campanadas a tres cuadras de distancia. Al finalizar, ningún otro sonido se oía en la sala, más que el tamborileo de los dedos de Featherton sobre el sillón de cuero marrón. La ansiedad lo carcomía por dentro y en su cabeza sólo repetía una y otra vez: “¿dónde estás?”
Greene fue al baño para lavarse la cara, incapaz de soportar la tensión. Era casi la una de la madrugada y no había señal alguna del asesino.
- Quizás lo burlamos –se dijo a sí mismo escrutando su reflejo en el espejo. –O quizás esto es lo que quiere: que bajemos la guardia, y atacar cuando menos lo esperamos.
Salió del baño y un objeto contundente lo tomó por sorpresa, cegándolo, haciéndolo caer inconsciente al suelo. Un irreconocible Featherton sostenía la tetera de cerámica, ahora salpicada de sangre, en la mano izquierda, aunque él era, o se sabía, diestro. Se aseguró de que Greene no estuviese muerto, sólo desmayado, y limpió la sangre de la tetera, que se había rajado. No iba a quitarle la vida a nadie cuya muerte no estuviese en sus planes, como había hecho con él mismo la noche anterior en el hogar de la Señora Gibbs, cuando se había dejado caer sobre la mesita de café para golpearse la nuca y fingir haber sido víctima de un psicópata. Pero esta vez sí era su turno y, ya que el peligro no venía del exterior, el francotirador jamás podría intervenir en sus planes.
El extraño Featherton abrió el cajón de la cocina y agarró la cuchilla envuelta en un pañuelo de seda blanco con la que, sin saberlo, había asesinado a sus vecinos. Se paró frente al espejo de marco de roble que colgaba de una pared de la sala de estar y miró su reflejo, impasible, sosteniendo con firmeza la cuchilla contra su estómago, por encima del blazer gris, con la mano izquierda.
-No te preocupes, Featherton –dijo una voz que brotó de sus labios pero que no era la suya. –No vas a enterarte.
Si el asesino continuaba con su modalidad, el sábado aparecería muerta la Señora Gibbs, y el domingo él mismo, Featherton. Todos suponían que, al estar Gibbs bajo la custodia del sagaz Featherton, el asesino no volvería, pero estaban muy equivocados: el domingo por la mañana la policía ingresó al domicilio de la señora y la encontraron apuñalada junto al cuerpo inerte del detective, que no se encontraba muerto sino desmayado, con un golpe en la cabeza. No recordaba nada de lo sucedido, lo cual lo enfureció. Probablemente el asesino había entrado al domicilio, había hecho desvanecer a Featherton con una contusión en la nuca y le había quitado la vida a la anciana Gibbs. Pero, ¿cómo había ingresado a la vivienda sin que él lo viese? La ventana del baño del primer piso estaba abierta, era la única opción viable. Si tan sólo pudiese encontrar alguna huella, un cabello, una gota de sangre… Pero no, el criminal era cuidadoso, minucioso, perfeccionista. Ni una sola mota de polvo que pudiese conducirlo a él. Y no sentía miedo por ser la potencial víctima de esa noche. Al contrario, sentía frustración por no haber podido descubrirlo, pero sobre todo ansiedad por tener cara a cara al único homicida que lo había burlado en sus treinta años de carrera.
Organizaron una custodia para esa noche en su casa. Discreta, pero probablemente acertada. Un francotirador, apostado en las penumbras de la terraza del edificio de enfrente, no permitiría el ingreso de ningún individuo no deseable a la vivienda. Greene, el otro detective del departamento de policía, montaba guardia desde el interior, y no se movería del lado de Featherton.
Llegó la medianoche y el Big Ben dio sus campanadas a tres cuadras de distancia. Al finalizar, ningún otro sonido se oía en la sala, más que el tamborileo de los dedos de Featherton sobre el sillón de cuero marrón. La ansiedad lo carcomía por dentro y en su cabeza sólo repetía una y otra vez: “¿dónde estás?”
Greene fue al baño para lavarse la cara, incapaz de soportar la tensión. Era casi la una de la madrugada y no había señal alguna del asesino.
- Quizás lo burlamos –se dijo a sí mismo escrutando su reflejo en el espejo. –O quizás esto es lo que quiere: que bajemos la guardia, y atacar cuando menos lo esperamos.
Salió del baño y un objeto contundente lo tomó por sorpresa, cegándolo, haciéndolo caer inconsciente al suelo. Un irreconocible Featherton sostenía la tetera de cerámica, ahora salpicada de sangre, en la mano izquierda, aunque él era, o se sabía, diestro. Se aseguró de que Greene no estuviese muerto, sólo desmayado, y limpió la sangre de la tetera, que se había rajado. No iba a quitarle la vida a nadie cuya muerte no estuviese en sus planes, como había hecho con él mismo la noche anterior en el hogar de la Señora Gibbs, cuando se había dejado caer sobre la mesita de café para golpearse la nuca y fingir haber sido víctima de un psicópata. Pero esta vez sí era su turno y, ya que el peligro no venía del exterior, el francotirador jamás podría intervenir en sus planes.
El extraño Featherton abrió el cajón de la cocina y agarró la cuchilla envuelta en un pañuelo de seda blanco con la que, sin saberlo, había asesinado a sus vecinos. Se paró frente al espejo de marco de roble que colgaba de una pared de la sala de estar y miró su reflejo, impasible, sosteniendo con firmeza la cuchilla contra su estómago, por encima del blazer gris, con la mano izquierda.
-No te preocupes, Featherton –dijo una voz que brotó de sus labios pero que no era la suya. –No vas a enterarte.
