LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS
Este relato podría empezar con alguna
leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro
lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de
un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una
joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero
destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba
del rey Arturo:
Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.
También podría empezar con la noticia,
que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de
traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría
de esos movimientos, llamados "pases", que se emplean para que aparezcan o
desaparezcan los espíritus.
Sin embargo, yo elegiré un comienzo
menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no
importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o
invocaciones del primer párrafo.
Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací
en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un
armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los
turcos. "Una vez armenio, siempre arrnenio." Somos como una sociedad secreta,
como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos
y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas
habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la
apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.
Soy, además, hombre soltero y, como el
Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una muchacha agradable, joven y laboriosa.
Añadiría otro calificativo —tranquila—, pero debo confesar que en los últimos
tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de
secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba
en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las
sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos
(cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra
diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde.
Esa tarde era viernes.
Se abrió la puerta; un joven militar
entró, enérgicamente, en el consultorio.
Mi secretaria estaba a mi derecha, de
pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en
que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin
vacilaciones —era el teniente Kramer— y después de mirar ostensiblemente a mi
secretaria, preguntó con voz firme:
—¿Hablo?
Le dije que hablara. Continuó:
—El capitán Ireneo Morris quiere verlo.
Está detenido en el Hospital Militar.
Tal vez contaminado por la marcialidad
de mi interlocutor, respondí:
—A sus órdenes.
—¿Cuándo irá?—preguntó Kramer.
—Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar
a estas horas...
—Lo dejarán—declaró Kramer, y con
movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto.
Miré a mi sobrina; estaba demudada.
Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló:
—¿Sabes quién es la única persona que
te interesa?
Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde
me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo.
Desde hacía un tiempo estaba menos
tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la
culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscrita —en
griego, en latín y en español— la sentencia Conócete a ti mismo (nunca sospeché
hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de
una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex
libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa
para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que
sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres,
parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.
Atendí (confusamente) a dos clientes y
me fui al Hospital Militar.
Habían dado las seis cuando llegué al
viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un
cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En
la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de
Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.
Con Morris nos conocemos de toda la
vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente,
con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y
despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de
contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi
profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las
aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates
con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con
un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo
Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque
aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala
con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un
motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo
estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos
encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de
cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad
y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.
