La idea ya se estaba formando en mi cabeza. Había
empezado a hundirme de a poco en la realidad, en una verdad que jamás hubiera
esperado. Sentí el impulso de empujarlo, golpearlo, maltratarlo, pero
me contuve. Y se me enfrió la mente: no, yo jamás le haría ningún daño. Pero él
sí me lo estaba haciendo. Hubiera preferido que me gritara o que me pegara un
cachetazo, me habría dolido muchísimo menos.
No respondió. Se quedó ahí parado, con los brazos en jarra y el agua chorreándole por el torso, trasparentando más su camisa.
No respondió. Se quedó ahí parado, con los brazos en jarra y el agua chorreándole por el torso, trasparentando más su camisa.
–Andate –le ordené con frialdad, procurando no
llorar.
No dijo nada, tampoco se movió. Me miraba con una
expresión que aumentaba mi ira, mi desesperación, mi tristeza.
– ¡Andate! –repetí, con más fuerza que antes. –
¿Viniste para decirme esto y regodearte? Andá, volvé con ella, que sean muy
felices porque yo, definitivamente, no puedo.
Abrí la puerta y lo miré, esperando a que se fuera.
Se acercó con lentitud, aún en silencio. No, no quería que se fuera. Quería que
se quedara, que tuviera un hijo conmigo, que estuviese conmigo para siempre. Lo
estaba perdiendo, volvía a quedarme sola, más sola que nunca. Quería agarrarlo
por las solapas del blazer y empujarlo. Pero ya estaba caminando hacia la
puerta, no había vuelta atrás.
Para mi sorpresa, al llegar a la puerta, no salió.
La cerró y se paró frente a mí, sosteniéndola con la mano.
–No me voy a ir –dijo. –No voy a dejarte sola en este estado.
–No me voy a ir –dijo. –No voy a dejarte sola en este estado.
– ¿En qué estado estoy? –lo desafié. –Estoy bien,
me puedo cuidar sola. Ya no soy un bebé.