(...)
—¿Por qué no hice nunca esto antes?
—Él quiere que interpretes una pieza más —dijo Mari mirando hacia Eduard—. Creo que lo merece.
—Lo haré, pero contéstame: ¿por qué nunca había hecho esto antes? Si soy libre, si puedo pensar en todo lo que quiero, ¿por qué siempre evité imaginar situaciones prohibidas?
—¿Prohibidas? Escucha: fui abogada, y conozco las leyes. También fui católica, y conocía de memoria muchos pasajes de la Biblia. ¿Qué quieres decir con «prohibidas»?
Mari se acercó a ella y la ayudó a ponerse el jersey.
—Mírame bien a los ojos y no te olvides de lo que te voy a decir. Sólo existen dos prohibiciones: una por la ley del hombre y otra por la ley de Dios. Nunca fuerces una relación con alguien, pues es considerado estupro. Y nunca tengas relaciones con menores, porque éste es el peor de los pecados. Aparte de esto, eres libre. Siempre existe alguien que quiere hacer exactamente lo mismo que tú deseas.
Mari no estaba predispuesta a enseñar asuntos importantes a alguien que iba a morir tan pronto. Con una sonrisa dijo «buenas noches» y se retiró.
Eduard no se movió: esperaba que Veronika interpretase una pieza para él. Ella tenía el deber de recompensarlo por el inmenso placer que le había proporcionado, sólo por permanecer delante de ella contemplando su locura sin pavor ni repulsión. Se sentó al piano y volvió a tocar.
